Análisis semanal 314: Brexit: el liberalismo en recesión y el cambiante mapa geopolítico en Europa (03 de febrero de 2020)

Año: 
2020

 

Hay hechos que por su trascendencia marcan la impronta de una época. El año 2016, bien podría ser considerado un ejemplo de lo anterior. Una especie de momento pivotal en el orden internacional surgido de la segunda post Guerra. En cuestión de meses al interior de sus dos principales arquitectos: los Estados Unidos y Gran Bretaña, surgieron decisiones, al calor de las urnas, que introdujeron fuerzas de cambio importantes. La elección de Donald Trump –escéptico del rol de Washington en materia comercial y de seguridad a nivel global– y el triunfo del Brexit para cerrar el capítulo de pertenencia inglés al proyecto de integración pacífica europea más ambicioso en la historia. En una elección se decide cómo se gerencia el mundo, en la otra, cómo se coadministra desde el occidente europeo. Sus causas y significado permiten vislumbrar una señal clara, la globalización bajo el ordenamiento liberal está entrando en una recesión.

La globalización ha dejado a su paso defensores y descontentos. Incluso en los países que más se esperaría que se beneficiarían de sus estrategias de ampliación de mercados y libre flujo de trabajadores, bienes y servicios. En Estados Unidos e Inglaterra los votantes escépticos al ordenamiento tiene un perfil sociológico similar: hombres, blancos, de escolaridad media-baja, radicados en zonas con presencia de desempleo (1). Y aunque el liberalismo parezca imparable, mientras en países claves, existan masas de personas olvidadas de ese reparto de beneficios y mesas de votación, el potencial de golpes de timón persistirán. Esto con las consecuencias geopolíticas del caso (2).

Y no podría ser menos. Después de todo, la alianza atlántica conformada por Washington y Londres ha configurado un ordenamiento internacional que fue expandiéndose a todo el orbe en los últimos doscientos. Siendo Inglaterra el epicentro de la primera Revolución Industrial situación que le permitió coronarse como potencia hegemónica del Siglo XIX. Una vez iniciada su fase de declive, delegó su autoridad a Estados Unidos. Una transición de poder dentro del sistema-mundo sin necesidad de una guerra sistémica; fundamentada, por los teóricos del liberalismo, en la inexistencia de conflictos entre democracias liberales. Siendo Alemania, en las dos primeras guerras mundiales, y la Unión Soviética durante la Guerra Fría, las encargadas de jugar el rol de potencias revisionistas. El triunfo al menor costo humano y material, por parte de esta alianza atlántica –durante la primera mitad del Siglo XX, facilitó el surgimiento –al calor de una ola de Krondatiev- de los Estados Unidos como potencia al final de 1945. Con la carta de defunción del socialismo real en 1992 parecía inevitable urbi et orbi el triunfo del liberalismo.

Sin embargo, pareciera denotarse un cansancio de parte de los gestores de este orden. Particularmente en materia de su capacidad y disposición de seguir sosteniendo los costos de tan compleja estructura. Nuevamente las sociedades establecidas en el norte del Atlántico empiezan a aislarse de las controversias de la Europa continental. Inglaterra tradicionalmente ha sabido mantener una distancia prudente de Europa. Su política de equilibrio es dejar que las potencias continentales de turno luchen por cuotas de poder y control territorial. No es sólo un distanciamiento marcado por la geografía, es un retiro producto de un replanteamiento estratégico de prioridades.

Los ingleses comprenden muy bien el carácter estructural de la crisis de la UE. Dentro de las causas de desafección inglesa hacia el proyecto han sido las olas migratorias de años recientes provenientes desde Europa del Este (3). Sumado a la burocracia propia de este régimen de integración y de las asimetrías económicas entre sus miembros. No en vano, Londres siempre negoció cláusulas que la apartaban de políticas migratorias –acuerdo de Schengen– económicas y monetarias como lo fue su rechazo frontal a adoptar el euro como moneda.  La libra esterlina sigue siendo una de las monedas más fuertes y Londres sigue siendo un punto neurálgico del sistema financiero internacional. Tampoco la promesa de una constitución europea llegó a tomar fuerza en ese país. Inglaterra puede ubicarse en Europa, pero sus intereses son nacionales. Es parte de su talante aislacionista propio de su corpus identitario.

Esto tampoco implica que otros actores claves del ajedrez europeo no sigan patrones similares. Alemania, motor político y económico del bloque, acaba de optar por el unilateralismo y una orientación pragmática a su política energética al poner en efecto el ambicioso proyecto energético de Nordstream 2 con Rusia. Proyecto que permite a Moscú transportar gas hacia este país, a través del Mar Báltico, sin necesidad de contemplar los territorios de Bielorrusia, Polonia y Ucrania.

Ruta Proyecto Nordstream 2

Fuente: https://www.gazprom.com/projects/nord-stream2/

Una movida rusa y alemana que ha provocado un fuerte rechazo en Washington y serios temores en Europa del Este. Países que tienen muy claro las potenciales consecuencias que a nivel de seguridad nacional e integridad territorial pueden suscitarse cuando Moscú y Berlín alinean sus intereses geoestratégicos. El gobierno alemán incluso no consideró un pedido formal de miembros de la UE ubicados en su flanco oriental que en 2016 firmaron una carta abierta solicitando la desestimación de ese acuerdo (4). Basándose, primordialmente, en el uso del gobierno ruso de sus recursos energéticos –primordialmente gas, como instrumento de influencia política y económica en Europa, especialmente al Este, mediante la llamada Doctrina Kvitsinsky-Falin (5). Situaciones que deja una vez más en firme que, a pesar de los mecanismos de integración y los llamados al multilateralismo, a nivel de potencias, el interés nacional sigue siendo una fuente primordial de motivación.

Al sur y este de Europa las cosas también cambian. Turquía -miembro pleno de la OTAN-, durante años intentó ingresar infructuosamente a la UE, en particular debido a su controversial historial democrático y de derechos humanos, optó desde la llegada de RecepTayyip Erdogan por un drástico giro en su política exterior. Turquía ahora busca retomar una agenda más marcada por sus intereses nacionales optando por un rol de power broker en Medio Oriente, Asia occidental y el norte de África. Su intervención militar en Siria, ha significado incluso entrar en controversia con Rusia y Estados Unidos y, más recientemente, ha buscado intervenir en la guerra civil libia (6). Ankara tiene dos razones estratégicas para esta última maniobra. Sabe que el gas y, en su caso particular, migrantes, significan una herramienta de poder frente a Bruselas. Previo a la caída patrocinada por varios países miembros de la UE del gobierno de Muammar Gadafi, Libia funcionaba como un muro de contención frente a las olas migratorias provenientes de África. Ahora convertido en un Estado semi-fallido, apostar a un ganador en el conflicto armado libio, significa para Turquía aumentar su esfera de influencia, generando un arco de control migratorio y rutas energéticas desde el Bósforo hasta Trípoli.

Mapa energético de este del Mediterráneo

Fuente: https://www.realclearworld.com

Ankara tendría dos llaves listas para ser abiertas y dejar a la libre a miles de refugiados hacia el corazón de Europa. Otro posible punto de tensiones entre miembros de la UE y plataforma argumentativa para partidos y líderes euroescépticos como Marie Le Pen o la Liga Norte italiana.

En el trasfondo perduran importantes interrogantes. Cuál es el futuro de Gran Bretaña y de la UE. Curiosamente, para Londres su retraimiento puede implicar, a lo interno, una relanzamiento de movimientos separatistas en Escocia (7) e, incluso, una posible reactivación del conflicto en Irlanda del Norte (8). Estas regiones se benefician de las políticas de libre tránsito, comercio y de acceso preferencial a un mercado de millones de europeos con un ingreso per cápita importante. Es el nacionalismo inglés el que motiva al Brexit, no el escocés, galés o irlandés.

Ahora bien, esto tampoco implica la muerte anunciada de Gran Bretaña o Inglaterra. Es el mismo país que tuvo la habilidad e inteligencia para crear uno de los mayores imperios de la historia y lograr poner bajo su órbita de influencia a dos civilizaciones milenarias como India y China. De hecho, Londres espera apostar a la Commonwealth of Nations –que en su conjunto representa el 14% del PIB mundial- para subsanar cualquier potencial impacto comercial y económico post Brexit (9). Puede ser una movida de riesgo pero de avanzada si se considera las ventajas que se pueden alcanzar con potencias emergentes como Suráfrica, Nigeria, Malasia, India o el mismo Hong Kong, que de alguna forma mantiene un lazo cultural e ideológico con su antigua ex metrópoli. Si el liberalismo económico ha de continuar, ha de sobrevivir hibridándose con los regímenes autocráticos de las potencias emergentes. Aunado a la esperanza de que la próxima Onda de Krondatiev inicie en el Lejano Este y termina de afianzar a este hemisferio como el nuevo centro de gravedad de poder económico, político, cultural y, finalmente militar, del Siglo XXI. Por otro lado, el gobierno Trump ha mostrado interés en una negociación con su contraparte al otro lado del Atlántico, liderado por Boris Johnson para alcanzar un acuerdo de libre comercio (10). La histórica resiliencia y habilidad diplomática inglesa pueden indicar que hay vida después de la UE.

Y ahí podría radicar el riesgo para el proyecto de integración europeo. Su razón de existencia –evitar otra guerra continental– particularmente generando una interdependencia comercial y posteriormente política entre las potencias continentales de Francia y Alemania, a la que fueron incorporándose otros países cumplió esa promesa. Sin embargo, si la Unión Europea ha de continuar, o fenecer, es producto, no de un síntoma de su crisis –como lo es la salida de un miembro clave– sino de la misma enfermedad que la aqueja. Una serie incapacidad de lograr esfuerzos mancomunados bajo una real identidad supranacional que genere políticas que beneficien, guardando las asimetrías del caso, al total de sus miembros. Una afectación, no de la conciencia entendida como razón instrumental. Después de todo la UE sigue representando, según estimaciones del 2018, el 21.8% del PIB mundial (11) y Alemania –su motor económico- un 4.6% y se ubica como la cuarta economía mundial (12).

Pero precisamente, su enfermedad surge desde otro frente, que es de naturaleza espiritual, específicamente una Geisteskrankheit. Y ahí también reside su gran vacío existencial. Aun intentando hacer las paces con su pasado a costas de comprometer el presente e hipotecar el futuro. El porvenir de la Unión Europea y de Europa, en general como proyecto civilizatorio, descansa en la posibilidad o no de Alemania de reencontrarse a sí misma. Porque de alguna forma es la nación que va a la vanguardia de una marcha fúnebre, que conduce un carruaje tirado por los caballos de un nihilismo negativo, que conduce a todo un continente a su potencial ocaso. El cisma del alma europea no está en el plano material sino del espíritu.

En los márgenes geográficos que delimitan a Europa también asoman viejos desafíos. En sus fronteras hacia el este y sureste, bajo el creciente protagonismo turco y ruso, se conforma un arco de intereses políticos, geoeconómicos y de seguridad estratégicos que inicia en el Báltico y cierra en el Mediterráneo. Actores que buscan extender su esfera de influencia y modificar el equilibrio de poder en esas regiones.

Una serie de importantes retos para los próximos años. Prueba de que Europa, aunque envejecida, ruge en su interior de vitalidad en una época de incertidumbre.