Análisis semanal 284: 11 setiembre de 2001: 18 años después… (11 de septiembre de 2019)

Año: 
2019

 

Toda generación tiene su evento que la marca. Es probable que otras generaciones recuerden el 1 de setiembre de 1939 con la invasión alemana a Polonia u otro septiembre 11 pero de 1973 en Chile, otras la llegada del primer ser humano a la luna en 1969 o la caída del Muro de Berlín durante la noche del 9 de noviembre de 1989. Toda generación tiene su hora. El 11 de setiembre del 2001 a las 8:46 am otra generación tuvo su momento. Es inevitable no recordar en donde estábamos y qué hacíamos ese día. Otra vez el mundo no volvería a ser el mismo.

Fue el día en que la dictadura de la imagen tomó un giro hacia lo necrófilo. Las imágenes de la gente atrapada en las torres, otras lanzándose al vacío tratando de controlar los últimos momentos de vida. De alguna forma es como si toda la humanidad estuviera atrapada ahí. Era el recordatorio, bajo el amparo del horror y la impotencia, que hacia consciencia de lo tenue e incierta que es que la vida en la postmodernidad. Ahora, sumado a las interminables presas, hartazgo de correos electrónicos, carencia de tiempo de libre y la carrera para no ser desplazado por la última moda tecnológica había que añadir la posibilidad de ser el protagonista-anónimo del próximo reality TV de muerte colectiva congelada detrás de una pantalla. La muerte, tal vez el momento más delicado y privado de todo ser humano, televisado para su degustación mórbida por millones de personas. La frontera entre lo público y privado de lo cotidiano se hacía tenue. Fue, tal vez, el momento en que se perdió o al menos difuminó, la hegemonía de los medios de comunicación en crear y diseminar información. Cualquiera con una cámara en mano recreaba la realidad en tiempo real. ¿Qué hubiera sido del 11 de setiembre bajo el panóptico de Facebook, Instagram o Snapchat y del live streaming?

Las repercusiones de corto y largo alcance perduran. Siguen falleciendo personas debido al humo tóxico despedido de los escombros de ambas torres, siguen muriendo personas en Afganistán e Iraq; las heridas abiertas por intervenciones militares iniciadas por Washington en respuesta al terrorismo de Al Qaeda. Casi veinte años después otras laceraciones siguen brotando sangre y lágrimas. El convulso Oriente Medio no ha tenido un día y noche de paz, ni antes, ni mucho menos después, de ambos conflictos incapaces de ser resueltos por su generador. Después del colapso del gobierno de Hussein se reactivó la guerra fría entre Riad y Teherán. La paz mediante la guerra sólo trajo más de lo segundo.

Las relaciones entre Estado y gobierno sufrieron cambios drásticos. En particular en materia de seguridad nacional y su siempre espinosa relación con libertades civiles. En los Estados Unidos, la aprobación del Patriot Act puso en duda garantías que hasta hace poco se creía imperturbables.[i] El hubris de Estado policial sólo era un reflejo de ese mismo impulso en materia de política exterior. Cómo es adentro del Estado es hacia afuera. El país con la tasa de 698 privados de libertad por cada 100 mil habitantes -la más alta del mundo-[ii] sólo podía responder a una amenaza externa con Guantánamo, vuelos clandestinos y cárceles secretas en Europa Oriental. Con esto ayudó a los diferentes cuerpos de inteligencia a salir de su “crisis existencial” después del fin de la lucha contra la Unión Soviética. Ahora tenía un nuevo enemigo al cual combatir. De todo esto, es importante recordar, aunque dentro del contexto de seguridad nacional pero en circunstancias algo diferentes, la frase de Benjamin Franklin: “Aquellos que están dispuestos a ceder su libertad esencial por una momentánea seguridad, no merecen ni libertad ni seguridad”[iii]. No deja de tener cierta resonancia. El caso Snowden y los trabajos de la National Security Agency lo demuestran.

Y no sólo fueron los Estados Unidos. Hubo una luz verde, una licencia que tomaron algunos Estados para erradicar, vía guerra sucia, a cualquiera que decidieran que era un terrorista. Era la época en que Washington y Moscú podían verse a los ojos y ver aliados en una lucha común.[iv] El primero en Medio Oriente y el segundo, en su zona de influencia, particularmente en el Cáucaso en Chechenia y Daguestán, en donde libraba una guerra contra rebeldes separatistas. América Latina, vio el lanzamiento de la llamada estrategia de Seguridad Democrática en Colombia que, aunque brindó resultados, dejó una estela de “falsos positivos” y otros abusos. Cada Estado, alrededor del mundo, hizo lo que creyó era excusable en esta lucha.

Es parte del signo de los tiempos. La autoridad para designar quién era terrorista también decidía el fondo de cómo solucionar ese problema. Varias poblaciones, producto de este ejercicio antojadizo de semántica, quedaron atrapadas entre el terrorismo del Estado y el de grupos político-militares -o terroristas según las antipatías- al margen del monopolio de la violencia del primero. Es decir, sin ninguna opción real. Y esa es, probablemente, la mayor victoria del terrorismo: cuando se lucha fuego contra fuego las fronteras éticas y morales se difuminan entre contendientes formando una nebulosa gris. La frontera de diferenciación se gesta en la escala de la capacidad militar y no en el trasfondo axiológico. Se convierte uno en lo que más rechaza.

Pero como todo, la guerra contra el terrorismo tuvo su fin. Y también bajo la égida de estos tiempos se fue con algo de pena pero nada de gloria. Apenas duró dos administraciones en la Casa Blanca – el conflicto Este-Oeste mantuvo la atención de casi ocho administraciones y tardó cuarenta años en resolverse. No hubo una toma del Reichstag o desmembramiento de un imperio a la soviética que pudiera configurar en la memoria colectiva el fin de una era o conflicto. No existió ese cisma de euforia y sensación de culminación. En la administración de Barack Obama se dio de baja en 2011 a Osama bin Laden, el acusado arquitecto de los atentados. Luego simplemente, el mismo mandatario, declaró el 23 de mayo de 2013 el fin de la guerra contra el terror.[v] Guerras líquidas para tiempos líquidos.

Había que enfocarse en otros asuntos. Si algo lograron los atentados del 11 de setiembre y la posterior crisis financiera del 2008, fue despertar a muchas sociedades de letargo en que cayeron en el mundo post histórico de los años noventa. Hacia el este se asomaban viejas amenazas que yacían como gigantes durmientes. Un oso y un dragón hacen temblar el desorden internacional diseñado por Washington en las dos décadas posteriores al fin de la Guerra Fría. La competencia por zonas de influencia en un mundo cada vez más interconectado ha regresado y el Pentágono lo sabe.[vi] A lo interno el sistema económico había tocado su peor fondo desde el Crack de 1929. Las crisis cíclicas que señalaba Marx y que Wallerstein veía como ondas largas retornaban. La historia había regresado.

Las causas estructurales que generaron el peor acto de terrorismo no estatal en la historia siguen latentes. La política exterior estadounidense y de muchos de sus aliados occidentales siguen en marcha inmutable. Apoyo irrestricto a tiranías en Oriente Próximo y grupos terroristas que siembran muerte y caos en la región. Una incapacidad crónica de solucionar el conflicto israelí-palestino de forma asertiva y satisfactoria para ambas partes. Todo lo anterior en un fondo de dependencia al petróleo que deja poco margen de maniobra a la parte que debería servir de ente mediador y neutral -si esto último puede existir- entre ambas partes.

Queda siempre subyacente la idea sobre si los casi tres mil muertos de ese día y los otros miles que han muerto posteriormente cerraron sus ojos para siempre en vano. Aquellos que deciden los destinos de la humanidad, aunque con los ojos todavía abiertos, parecieran persistir en el afán de que sea así. Lo que es seguro es que ese día -11 de setiembre del 2001- inició con la agonía del interregno de la década de los noventas, transcurrió en los dolores de parto del incierto inicio de una nueva etapa histórica y culminó en el nacimiento del Siglo XXI. El retorno de la historia, que siempre está allá afuera, escribiéndose y esperando a ser escrita. En medio de múltiples constelaciones conformadas de luces de certezas y oscuridad de lo desconocido.