Análisis semanal 352: Bielorrusia: las brisas de cambio derriten al hielo del pasado (21 de septiembre de 2020)

Año: 
2020

 

“Si crees que todo mundo a tu alrededor es un tonto, a lo mejor, tú eres el tonto”

Proverbio popular ruso y bielorruso

“La última dictadura de Europa”. Así se describe en Occidente al gobierno presidido por Alexander Lukashenko desde 1994 en la antigua república soviética de Bielorrusia. Es sin duda un caso particular, ya que es el único gobernante que se ha sostenido de forma permanente en Europa desde el fin de la Guerra Fría. Incluso Rusia, a finales de los noventas experimentó una alternancia en el poder entre Boris Yeltsin y el actual gobernante Vladimir Putin. Ambos mandatorios de sus respectivas naciones comparten un deseo firme de permanecer en el poder, de eso no hay discrepancias. La ausencia de auténticas experiencias históricas de democracia liberal tampoco facilita un cambio en ambos casos. Puede existir un potencial, pero aún no termina de germinar. En Bielorrusia parece que ese proceso avanza más certeramente.

Este país ha sido un vecino estable y generalmente adscrito a los intereses de su vecino del este todavía hasta hace poco. Esto es prioritario para Rusia que percibe a esta nación como parte del último anillo de contención — junto a Ucrania y Georgia— ante los avances de Occidente, iniciados en los noventas hacia su frontera después de la disolución de la Unión Soviética y del acuerdo político militar con sus satélites del antiguo Pacto de Varsovia. Pero esta actitud complaciente no ha permanecido incólume recientemente.

Unas semanas antes de las elecciones presidenciales bielorrusas de agosto han habido serias acusaciones en contra de Moscú por parte de las autoridades de ese país. En concreto, los reportes del ingreso y posterior arresto de mercenarios rusos del Grupo Wagner para desestabilizar el proceso electoral bielorruso.[i]  Señalamientos similares han ocurrido en otros países cercanos a las fronteras rusas. Estonia y Ucrania llevan años acusando al Kremlin de liberar campañas “híbridas” en estos países. Las cuales, bajo un conjunto de actividades políticas de apoyo a grupos locales y de propaganda buscan sembrar división y levantamientos contra gobiernos considerados adversos a los intereses rusos. Ahora sería el turno de Minsk, según las autoridades bielorrusas. Al menos, hasta hace poco esa era la narrativa.

Actualmente, los señalamientos apuntan hacia Occidente. De acuerdo con Lukashenko, los enemigos del régimen están en Praga, Varsovia y Vilna —muy probablemente eso implica Bruselas (Unión Europea) y Washington—. Mismo escenario, diferente ejecutor. Fuerzas extranjeras subvierten el orden interno a través de métodos clandestinos y con el apoyo de quintas columnas a lo interno. Cierto o no es claro que un sector del pueblo bielorruso ya está cansado.

Se podrían rastrear algunas razones de fondo. Una histórica relación de indiferencia del mundo frente a un país olvidado ya demasiado alejado hacia el este como para llamar a la importancia hasta hace poco.  El hartazgo con un sistema fosilizado en el tiempo que se petrifica en estructuras heredadas de la época soviética; como lúgubre recordatorio, el servicio de inteligencia bielorruso mantuvo su antiguo nombre: KGB.  Un régimen político que percibió la realidad durante casi treinta años como si estuviera aún en los años setentas. Ya no es tan factible poner a una sociedad entera bajo una especie de cuarentena existencial. Se ocupan métodos más imperceptibles de control social. Más sofisticados.

Prueba de ello es el manejo del gobierno de retos colectivos. Sobre todo en materia de gerencia de la realidad. El enojo popular por el mal manejo de la crisis del coronavirus —maquillaje de estadísticas incluido—,[ii] pero sobre todo de las cuestionadas elecciones en las que Lukashenko logró una nueva, anticipada y controversial reelección. Encarcelando, primero, al líder opositor, bloguero y candidato presidencial Syarhey Tsikhanouski, al que sustituyó su esposa, Svyatlana Tsikhanouskaya; y, mandando al exilio a otros como al también bloguero y ciberactivista Stepan Svetlov[iii]. El último caso, y tal vez uno de los más llamativos, es el de Maria Kalesnikava, opositora que rompió su pasaporte y se rehusó a ir al exilio. Su paradero ahora es desconocido después de su arresto.

En pleno Siglo XXI intentar sobrevivir como en su momento lo intentaron en la década de los ochentas sus predecesores más cercanos, no es posible. Particularmente en un mundo hiperconectado tanto digital como a nivel de puntos de contactos intersocietarios. Los ciudadanos bielorrusos usan redes sociales, comparten con otras culturas, estudian y hacen turismo en el extranjero. Son ciudadanos del mundo.

Pero así como hay similitudes hay discrepancias. Bielorrusia no es Ucrania ni Lukashenko es Nicolae Ceaucescu.  No existía ningún proceso abierto por parte de Minsk para su incorporación a la UE. Un Maidán como en el año 2014 en Kiev no pareciera posible. Incluso las marchas y protestas en las calles han sido calmas y no tienen ningún carácter rusófobo. La pugna bielorrusa es interna en su origen y manifestación. No es geopolítica, per se aunque pueda tener implicaciones en este orden. Es ante todo, un duelo entre un sector de la sociedad civil asfixiada por un régimen político incapaz de sintonizarse con la realidad.

Esto crea un ambiente de détente entre las partes exógenas al conflicto. La Unión Europea ha seguido el conflicto y hasta el momento su respuesta se concentra en declaraciones y sanciones. Cabe destacar la frase de Thierry Breton, Comisionado de Industria de la UE, sobre el estatus geopolítico de este país y su respectivo vínculo sociológico con Rusia señalando que, “Bielorrusia no es Europa, se ubica en el borde de Europa, entre Europa y Rusia y la situación no es comparable a Ucrania o Georgia. (…) está fuertemente conectada a Rusia y la mayoría de su población está a favor de vínculos cercanos con Rusia.”[iv] Dejando en claro la aceptación explícita del orden y equilibrio de intereses en la zona.

Tampoco pareciera que el gobierno de Vladimir Putin se interese en generar una escalada. A nivel de algún tipo de intervención a profundidad en el país —en particular la introducción de tropas— esta situación podría ser contraproducente y más bien darle un giro nacionalista a las protestas, unificando la actual figura de déspota de Lukashenko con la de títere sosteniéndose en el poder gracias a una ocupación extranjera. Además, abrir un frente adicional, en la serie de intervenciones del Kremlin fuera de sus fronteras (Georgia, Ucrania, Siria) no pareciera conciliarse con los mejores intereses de ese país. Menos arriesgar más sanciones estadounidenses y sumarlas a las más recientes por su proyecto Nord Stream 2 junto a Alemania. Simplemente la aritmética geopolítica no suma positiva.

Por lo tanto, Lukashenko está en una encrucijada. Aislado, busca refugio en Moscú. Su posición es débil y esta última carta no pareciera ser la más segura. Es sabido que las potencias juegan detrás de cortinas y hacen negociaciones. Si el Kremlin y Bruselas, con el eventual beneplácito de Washington, llegan a un acuerdo, bien podrían significar los días finales de la última dictadura de Europa. Y a lo mejor, su líder –Kalashnikov en mano–, sea el último en darse cuenta.