Análisis semanal 199: Libertad y prisión en el Día Internacional de la Mujer (07 de marzo de 2018)

Año: 
2018
Autor(es): 

 

Es difícil hablar de libertad en el Día Internacional de la Mujer, pues, la deuda que tenemos con ellas es enorme y avergonzante. Es cierto, los avances en materia de igualdad de la mujer han sido importantes en los últimos treinta años; pero tales conquistas han sido forjadas gracias las luchas de las mujeres en todo el mundo.

A pesar de la resistencia de las instituciones patriarcales, de los hombres y de un derecho que hasta hace poco empezó a incluir con mayor fuerza la perspectiva de género en las normas, entre otros factores, el avance de esta agenda ha gestado importantes logros en relación con el disfrute de los mismos derechos que los hombres y en condiciones desigualdad. Hay que reconocer, eso sí, con toda honestidad, que aún estamos lejos de relaciones igualitarias y de una seria transformación de todas las instituciones que fueron diseñadas a la medida de los intereses y privilegios del patriarcado global.

No podemos retroceder, ha dicho Michelle Bachelet, en reiteradas ocasiones, en relación con la igualdad.

Que quede claro: no puede haber paz ni progreso ni igualdad sin los mismos derechos y plena participación de las mujeres; y no puede haber igualdad de género sin el goce de las mujeres de sus derechos reproductivos, su derecho a la salud sexual y reproductiva, esenciales para el empoderamiento de las mujeres y la igualdad de género, señaló hace pocos años en Naciones Unidas.

Sin embargo, aunque la situación de las mujeres en el mundo aún representa un serio desafío, hay un grupo de mujeres cuyas condiciones de vida son aún mucho más complejas y difíciles: las mujeres en la cárcel. Alrededor del mundo, de acuerdo con el Institute for Criminal Policy Research, setecientas mil mujeres permanecen cumpliendo una condena en las cárceles del mundo. A partir del año dos mil, el porcentaje de estas mujeres se ha venido incrementando en un cincuenta por ciento, superando el ritmo de crecimiento de la población masculina que ingresa a una cárcel.

En Centroamérica, este mismo Instituto reporta que, en Guatemala, el 10,5% de la población carcelaria son mujeres; en Belice constituyen el 3,5%; en El Salvador, representan el 9,4%; en Honduras alcanza un 4,3%; en Costa Rica corresponde a un 5,4%; y en Panamá responde al 5,5%. Sin embargo, en el ámbito global, la mitad de la población femenina total que se encuentra en prisión están repartidas en solo tres países, de los 219 en los que se ha basado el estudio de este Instituto: Estados Unidos, China y Rusia.

Tengo poco tiempo de estar trabajando en cárceles y en este lapso de tiempo (veintidós meses, desde julio del año 2016) he ido comprendiendo lo que significa el encierro y lo que significa la cárcel, no solo para una persona (hombre o mujer, adulto o joven), sino el significado que posee para la sociedad en su conjunto.

La cárcel, decía Foucault, constituye un gran muro que divide y separa a las personas. A esta imagen, Víctor Hugo, en la novela “Los Miserables” (que también aplica para “Las Miserables”), argumenta que este muro, que nos separa, inmediatamente, indica dos tipos de personas, aquellas que defienden a la sociedad y aquellas que son sus enemigos o enemigas. La cárcel, pues, no solo corta el conjunto de relaciones que una persona puede desarrollar (en el entendido que somos “animales políticos”); sino que, además, la condena a la categoría de enemigo/a, antisocial, amenaza, escoria o deshecho. De esta forma, la cárcel se convierte en el lugar donde el castigo y el sufrimiento deben ser necesarios para que tales personas “paguen” por los delitos que cometieron. Una cárcel es el lugar donde todas las facturas de una sociedad se trasladan y se cobran con toda contundencia. Víctor Hugo, en Los Miserables, se pregunta sobre el efecto de la cárcel en una persona y escribe lo siguiente: “Jean Valjean entró al presidio sollozando y tembloroso; salió impasible. Entró desesperado; salió taciturno. ¿Qué había pasado en su alma?”

La vida en la cárcel, lamentablemente, ha fracasado en la transformación positiva de una persona (resocialización, como se le conoce). ¿Qué le sucede a una persona que ingresa a un centro penitenciario a lo largo de cinco, diez, quince o veinte años? ¿Qué tipo de relaciones construye para adaptarse a la vida en una prisión? ¿Hasta donde la vida en la cárcel garantiza todos los derechos y hasta dónde resulta imposible garantizarlos?

Hasta ahora, lo que he ido aprendiendo es que la vida en la cárcel posee tres niveles generales de convivencia, una vez que se cierra el portón del ámbito en el que una persona le corresponde estar. Semejante a lo que suponen aquellos sistemas penitenciarios denominados progresivos, que quiere decir, la atenuación paulatina de las condiciones de encierro a medida que transcurre la ejecución de la pena, estos tres niveles de convivencia entre personas privadas de libertad, también es progresivo y disminuye paulatinamente las condiciones de vida de cualquier ser humano. Estos tres niveles pueden expresarse de la siguiente manera: a) un nivel de adaptación que exige el uso de altos niveles de violencia; b) un segundo nivel que exige altos niveles de sometimiento y, c) un tercer nivel que demanda niveles altos de “invisibilidad” (no me meto con nadie, nadie se mete conmigo).

En cualquiera de estos tres niveles de “convivencia” cotidiana en la prisión o en la cárcel, deterioran con el paso del tiempo la humanidad de cualquier persona. Las mujeres en condiciones de privación de libertad deben tener garantías de condiciones dignas durante su detención (sea un año o treinta o cuarenta años), de ahí la pregunta de Víctor Hugo, sobre el alma de una persona luego de un período largo de detención.

La lucha por la igualdad de derechos no debe dejar en el olvido a las mujeres que están en las cárceles. Tal como lo ha dicho el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en el texto, Mujeres en prisión. Los alcances del castigo,

Las mujeres encarceladas se enfrentan a un lugar violento, donde ven afectados casi todos sus derechos –salud e integridad física, educación, trabajo, vínculos afectivos, etc.–, pero además su castigo las trasciende, pues afecta gravemente a sus allegados. En la mayoría de los casos el encierro se traduce en un aumento de la vulnerabilidad de su núcleo familiar, cuando no en el desmembramiento de las familias y el desamparo de sus hijos.

Aún nos quedan muchas celdas por derribar, tanto las de “adentro”, como las que permanecen “afuera”. Los muros que nos dividen siguen siendo muchos. Kennly Garza, Subdirectora del CAI-Vilma Curling, ha dicho reiteradamente:

Cuando una mujer es encarcelada (porque se lo merece o porque la cárcel es el non plus ultra de los cebos cubanos para borrar nuestra memoria y las cicatrices de la criminalidad en nuestro país), al menos como sociedad podríamos preguntarnos ¿qué estamos haciendo mal? ¿Qué no estamos haciendo?

Justamente en la misma línea, Víctor Hugo señalaba lo siguiente: “Si un alma sumida en las tinieblas comete un pecado, el culpable no es en realidad el que peca, sino el que no disipa las tinieblas.” Afuera aún quedan muchos muros, jaulas, encierros que nos separan y nos lastiman. Quizá hace falta iniciar por los muros y las jaulas que están afuera, como reza el poema de Alejandra Pizarnik:

 

La jaula 

Afuera hay sol. 
No es más que un sol 
pero los hombres lo miran 
y después cantan. 

Yo no sé del sol. 
Yo sé la melodía del ángel 
y el sermón caliente 
del último viento. 
Sé gritar hasta el alba 
cuando la muerte se posa desnuda 
en mi sombra. 

Yo lloro debajo de mi nombre. 
Yo agito pañuelos en la noche

y barcos sedientos de realidad 
bailan conmigo. 
Yo oculto clavos 
para escarnecer a mis sueños enfermos. 

Afuera hay sol. 
Yo me visto de cenizas.