A tan solo un año de la polémica relección de Daniel Ortega por tercer periodo consecutivo (1), el pasado 5 de noviembre se celebraron en Nicaragua las elecciones municipales. Con una participación de cerca de 2,1 millones de personas (aproximadamente la mitad del padrón), el oficialista Frente Sandinista por la Liberación Nacional (FSLN) obtuvo 135 de las 153 alcaldías del país, incluyendo todas las cabeceras departamentales (2). Los restantes municipios se distribuyeron entre el Partido Liberal Constitucionalista, aliado del FSLN, que triunfó en 11; seis para Ciudadanos por la Libertad (CxL), partido opositor surgido luego de la destitución de Eduardo Montealegre como cabeza del PLI, momento a partir del cual el partido pasó a aliarse con el sandinismo; y finalmente el Partido Alianza Liberal Nicaragüense, que obtuvo una alcaldía.
El balance de los resultados fortalece el control del Orteguismo en el sector municipal, superando incluso la cantidad de alcaldías obtenidas en 2008, reduciéndose en dos el total de municipios controlados por partidos de oposición (3). Esta situación solo confirma en las urnas lo que ya ocurre en el resto de la institucionalidad nicaragüense: un control casi absoluto del Estado por parte del FSLN, y más concretamente, de la familia presidencial.
Desde su retorno al poder en 2008, el presidente Ortega ha avanzado en un proceso de consolidación de su poder e influencia sobre los diferentes poderes del Estado. Sin embargo, como evidencia un estudio reciente de CEJIL, en realidad este proceso se remonta hasta 1999, cuando las dos principales fuerzas políticas, encabezadas por los expresidentes Arnoldo Alemán y Daniel Ortega, acuerdan el ‘Pacto Alemán-Ortega’. Mediante una serie de reformas electorales y legislativas, el acuerdo logró consolidar un sistema bipartidista, el cual procuraba imponer restricciones de participación a partidos minoritarios. Aunado a esto, a lo largo de los años decisiones clave por parte del órgano electoral así como del tribunal constitucional, bloquearon cualquier intento con posibilidades de la oposición de participar en procesos electorales (4).
Uno de los hitos en este proceso fue la antes mencionada destitución de Eduardo Montealegre, principal figura opositora del país, como presidente del PLI en 2016 (5). La Sala Constitucional, nombrada en su totalidad por un congreso controlado por el sandinismo, resolvió remover a Montealegre como presidente del PLI, nombrando en su lugar a Pedro Reyes, debido a un conflicto entre facciones del PLI que se remontaba seis años atrás. Considerado un ‘aliado silencioso’ de Ortega, Reyes solicita al Consejo Electoral Supremo la destitución de los 16 diputados electos por el PLI y el Movimiento Renovador Sandinista en las elecciones de 2011, quienes se negaron a reconocer su liderazgo. De esta manera, se anulaba la representación parlamentaria de la oposición. Al mismo tiempo, la candidatura de Luis Callejas, perteneciente al PLI pero electo como candidato presidencial de la Coalición Nacional por la Democracia, se ve truncada, lo que finalmente se traduce en la no participación de la Coalición en el proceso electoral (6), lo que dejaba a Ortega como el virtual único candidato con posibilidades.
La suma de estos eventos confirma la grave erosión de la institucionalidad democrática nicaragüense y encamina al país hacia un régimen de partido único. La división de poderes, pilar básico del Estado de Derecho, se ve cada vez más difuminada, en tanto el control del Orteguismo se extiende a todas las estructuras del Estado. Desde la perspectiva de la ciudadanía, el clamor popular de los últimos años, traducido en protestas y manifestaciones a lo largo de todo el país, se ha enfocado en exigir elecciones transparentes, así como en contra del proyecto del canal, ha chocado de frente con un gobierno autoritario e inmune a la crítica. En el ámbito internacional, la intervención de la OEA, que en algún momento representó un rayo de esperanza, se ha caracterizado por su limitado margen de acción. Mientras que para las elecciones de 2016 no tuvo misión de observación, su informe de las pasadas elecciones municipales se limitó a recomendar una reforma integral al sistema electoral (7). La única presión internacional real sobre el régimen de Ortega ha sido la Nica Act (8), que a pesar de no haber sido aprobada aún, implicaría graves consecuencias económicas para el país (9).
El balance no es prometedor: la democracia nicaragüense muere un poco cada día que pasa. Diez años después de llegar al poder, la dupla Ortega-Murillo ostenta un poder casi absoluto sin amago alguno de una fuerza opositora real.